lunes, 20 de mayo de 2013

La importancia de las palabras

Suaves como el bálsamo, afiladas como puñales

El barquero Creonte ayudando a cruzar el río Aquerón
Acabo de leer el testimonio que dejó en 1998 la doctora Jane Poulson, de la Universidad de Toronto, cuando inesperadamente fue diagnosticada de un carcinoma inflamatorio de mama, el más agresivo y temido de estos cánceres, y me ha dejado realmente impresionado. Ella que había impartido infinidad de seminarios acerca de "cómo dar malas noticias", que se había enfrentado en multitud de ocasiones a la terrible prueba de tener que comunicar a familiares y pacientes la realidad cruda y los malos presagios  de una enfermedad devastadora, que se creía así misma una experta en lidiar con humanidad y tacto esas delicadas situaciones, se dio cuenta de repente de lo desenfocada que había estado en muchas de las cuestiones que antes, como profesional, daba por bien hechas y acertadas y que ahora, como paciente, sufría indefensa como si fueran el más gigantesco de los despropósitos. Y, la mayoría de las veces, se trataba de pequeñas cosas, pequeños gestos, pequeñas acciones, casi triviales para el médico que interviene, pero de una hondura emocional telúrica para el paciente que las recibe. En una muestra de irónica elocuencia las denominó las "píldoras amargas de tragar".


Mencionaba cómo el habitual recurso que los médicos usan -ella también lo había hecho muchas veces antes- para tratar de rebajar la importancia del problema y su tratamiento subrayando la mayor seguridad de los avances tecnológicos actuales con respecto a los anteriores, no sirve sino para aumentar el miedo y la ansiedad de los pacientes. Lo que el paciente necesita, precisamente, es hablar una y otra vez de esos miedos que tiene, no eludirlos minimizándolos, precisa expresarlos abiertamente dialogando con su médico, soltarlos y liberarse de su tenaza a base de palabras, comprensión y escucha. 

Tampoco pudo encajar como paciente que se banalizara su futura caída de pelo que tendría como consecuencia del tratamiento quimioterápico. Por mucho que le insistieran y supiera a ciencia cierta que luego le volvería a crecer, cada mechón que fue perdiendo en cada cepillada ante el espejo fue como un gran desgarro y cuando finalmente tuvo la cabeza completamente pelada, su sensación fue la de caminar desnuda delante de todo el mundo. Echó en falta un momento de consuelo, alguien que se acercara a su estado anímico y que la acariciara con el algodón de las palabras.

Sorprendió también a sus colegas hablando del 'interesante caso clínico' que tenían entre las manos. Ella también durante su actividad profesional había ido persiguiendo esos casos clínicos especiales, más difíciles, más desafiantes, más retadores, que lograban poner un poco de sal en la rutina de todos los días. Hasta que descubrió con amargura que en esa ocasión ella era la sal y se sintió tan cosificada y trivial como un simple condimento culinario. Luego fue rechazada en un ensayo clínico con la frialdad de la fórmula "no es elegible para este estudio", como si su desesperación y sus esperanzas de aferrarse a la vida pudieran ser despachadas con la burocracia de una simple fórmula. 

Todo palabras, amargas palabras, amargas píldoras que los profesionales podemos prescribir sin darnos cuenta, incluso suponiendo que lo hacemos bien, simplemente porque somos incapaces de entender el torrente de emociones que se desata en una persona diagnosticada de una enfermedad amenazante para su vida. Y también en sus familiares. Palabras que quedan en la memoria  de las personas que las escuchan ya imborrables y ligadas para siempre a la experiencia más trascendental y definitiva de la vida: la muerte. Para quien muere y para quien ve morir. 

La muerte, el miedo a la muerte, decían los griegos, es el fantasma más temible al que se tienen que enfrentar los hombres, porque está en juego nuestra propia aniquilación definitiva y porque el lance final de la batalla ha de librarse en la soledad más absoluta.  Para el individuo es terrible, pero es una pérdida también para los familiares y para los profesionales sanitarios, que en muchas ocasiones tratan de distanciarse de ese proceso ahuyentados por su propia impotencia profesional o de endurecerse de forma defensiva para no verse afectados por el maremoto emocional que bate estremecedor en la piel de las personas implicadas. Pero, como dice P. Rousseau, especialista en medicina paliativa, en JAMA, en esos momentos en que la vida se está diluyendo irremediablemente, es la hora de romper las jerarquías y los roles que marcan el juego clásico de relación entre profesionales y pacientes y trasladarse al plano de una relación más simple y llana entre dos seres humanos, uno que se está muriendo y otro que lo va a cuidar y va a hacer todo lo posible por tranquilizar las aguas del temible Aquerón que está a punto de cruzar. 

Y ese momento es el momento de las palabras. Palabras que pueden ser suaves como el bálsamo o afiladas como un puñal para el alma y la memoria de quien se está muriendo.


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