lunes, 25 de marzo de 2013

Poner precio a la vida

¿Cuál es el coste socialmente aceptable de la vida?

Que estamos en una situación económica complicada es una obviedad que a nadie se le escapa y que en este contexto necesitamos mirar con lupa todas las intervenciones que hacemos, para seleccionar y priorizar solo las efectivas y no poner en riesgo de quiebra a nuestro sistema sanitario, es también una máxima con la que creo pocos estarán en desacuerdo. Pero cuando tratamos de aplicar esa regla y bajamos al terreno de lo concreto, las cosas no parecen tan sencillas. Y traigo a colación el caso de algunos de los tratamientos antineoplásicos que actualmente estamos administrando a enfermos casi terminales para prolongar apenas unas pocas semanas o meses su esperanza de vida. 


En España no tenemos ninguna regla de decisión para poder determinar cuándo esos fármacos deben financiarse con fondos públicos o no. En el Reino Unido sí. El NICE  tiene establecido un umbral máximo de 30.000 libras (unos 35.000 euros) por cada año adicional de vida ajustado por calidad ganado (QUALY) como límite de coste para financiar cualquier nuevo fármaco, sea el que sea, con fondos públicos. Por debajo de 20.000 libras se fianancia; entre 20-30.000 libras se estudia el caso con más detalle y por encima de 30.000 libras se descarta. Por ejemplo, si un nuevo fármaco antihipertensivo mejora 1 QUALY la vida de cada enfermo hipertenso, pero el coste adicional necesario de ese tratamiento supera ese umbral de 30.000 libras, no se financia. Se parte de la hipótesis de que si no se quiere expandir el gasto sanitario de forma indefinida; es decir, si se desea mantener el presupuesto más o menos controlado, cualquier incremento en los beneficios sanitarios adicionales que se puedan conseguir (QUALYs) no debe sobrepasar un determinado precio social aceptado, salvo que se admita la pérdida correspondiente en cualquier otro programa o intervención sanitaria alternativa que esté compitiendo por ese mismo presupuesto. Si se aprueba un nuevo tratamiento a 35.000 libras por cada QUALY suplementario conseguido, esas 5.000 libras adicionales tendrían que salir de otros tratamientos que ya estén recibiendo otros pacientes. Tan sencillo como que si lo gasto en un sitio no lo puedo gastar en otro. Si lo pongo en un sitio, lo tengo que quitar de otro.

En el caso de los antineoplásicos se admite superar ese umbral máximo si se cumplen tres condiciones: 1) que sean fármacos destinados a pacientes con una muy corta esperanza de vida; 2) que esos nuevos tratamientos incrementen al menos tres meses la supervivencia de los enfermos con respecto al tratamiento habitual estándar y 3) que sean de aplicación a una población muy pequeña de pacientes. Aún con todo, en un pequeño análisis que hacen M Collins y N. Latiner de los tratamientos de este tipo autorizados por el NICE con esas reglas entre 2009-2011, llegan a la conclusión de que por esa ley de vasos comunicantes que se produce en el presupuesto, el coste de esos nuevos tratamientos (unos 549 millones de libras anuales, una cifra superior al coste de la diálisis de todos los pacientes de Inglaterra), una vez descontadas las 30.000 libras por QUALY ganado que les hubieran correspondido, habrían detraído del presupuesto el dinero correspondiente a entre 5.933  y 15.098 QUALYs que, forzosamente, habrían perdido otros pacientes. Es decir, que para tratar a esos enfermos y conseguir los resultados que se han conseguido, habrá otro grupo de personas a los que se habrá hurtado paralelamente de 6.000 a 15.000 años adicionales de vida saludable. Naturalmente, esto podría ser admisible si la sociedad valorase en mayor medida un QUALY ganado en la última etapa de la vida que en cualquier otro momento de la misma. Si por los QUALYs suplementarios que se ganan a mitad de la vida estamos dispuestos a pagar solo un máximo de 15.000 euros, por ejemplo, pero por los ganados al final hasta 45.000 o más.

Y este es el debate ético que late en el fondo de este tipo de decisiones. ¿Vale más, se valora más socialmente un mes ganado en el último suspiro de la vida que en cualquier otra etapa media?. Parece ser que en un pequeño experimento realizado recientemente, las personas mostraban su preferencia por vivir más aunque no ganaran más calidad de vida, que vivir el mismo tiempo pero con mayor calidad de vida, lo que señalaría que la prolongación de la vida es lo que realmente importa. Sin embargo, no está claro hasta qué punto. 

Si hubiera dinero para todas las cosas, estupendo, pero si el presupuesto no ha de crecer, ¿quién ha de pagar el pato?. Aquí en España, sin reglas de decisión para la incorporación de este tipo de fármacos la cosa es aún más confusa y catastrófica. No estaría de más que empezásemos a preguntarnos cuál es el precio máximo que socialmente estamos dispuestos a pagar por cada año que ganemos de vida en estado de buena salud y si este precio será igual con independencia del momento en que se consiga. Será, si no la única, al menos una primera forma de poder quitarnos el fantasma de la manipulación emocional en las decisiones sobre la incorporación de nuevos tratamientos y de poner algo de freno en el disparate del gasto farmacéutico.

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